Cory Doctorow CC

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De cómo los derechos de autor deberían cambiar para ajustarse a la tecnología,

o ¿Desde cuando es buena idea dejar que las discográficas diseñen los tocadiscos?,

o Cómo arreglar los derechos de autor y salvar la Internet, a la Sociedad Civil y a la mayor biblioteca de la historia

Cory Doctorow
Novelista y activista digital
http://www.boingboing.net
http://www.eff.org

El copyright y el derecho de autor son un sistema de regulación de la tecnología. La copia y distribución de las obras originales (e incluso la creación de esas obras) son actividades tecnológicas, se realicen con una imprenta, una fotocopiadora, o una red de datos global, libre y abierta como la Internet.

En el mundo de la tecnología hay sistemas normativos perfectamente razonables. Hay reglas que dicen cómo construir y manejar un coche con seguridad. Son reglas sobre los coches, y se inventaron porque los coches sin reglas son peligrosos, y porque las reglas anteriores a los coches ya no valían en un mundo con coches.

En tiempos había una regla según la cual todos los caballos que salieran al camino tenían que llevar cuatro herraduras. Pero nadie intentó soldar ochenta herraduras a la primera locomotora que tenía 20 caballos de vapor. Las locomotoras seguían las reglas para caballos. Y cuando llegó el coche, tuvimos reglas para coches – no había obligación de llevar un fogonero, ni había que llevar una cantidad mínima de carbón en el maletero.

Lo mismo ha pasado con los derechos de autor. La invención del fonograma -- la tecnología que reproduce una canción sin permiso ni control por parte del compositor y el intérprete -- exigía nuevas reglas. Hasta entonces, los derechos de autor sobre la música habían sido el mismo tipo de derechos que tenemos para el material impreso, porque la única industria musical que existía era la publicación de partituras.

Bajo esas viejas normas, los editores musicales argumentaron que tenían el derecho a controlar todos los nuevos usos comerciales de la música. Quien quisiera hacer un fonograma a partir de una partitura, tendría que pedir permiso -- pagar a un carísimo abogado para que negociara con su no menos caro abogado para suplicar el permiso para pagar unos céntimos por grabación -- y si los permisos no se concedían, ya podía despedirse de su dinero.

Uno de los efectos que tendría tal sistema habría sido darle a la industria musical un veto sobre las nuevas tecnologías de reproducción musical. Si alguien inventaba un sistema mejor para reproducir música -- y en aquellos días aparecían formatos nuevos todos los días, desde pianos mecánicos hasta alambres enrollados, pasando por cilindros de cera y discos de acero -- y ninguno de los grandes editores musicales quería concederle una liencia, no podía sacar su tecnología al mercado. Las empresas que hacían los discos pensaban que podrían tener la última palabra sobre el diseño de los tocadiscos.

En aquel momento parecía una idea razonable. Hasta entonces no habíamos tenido muchas nuevas tecnologías musicales, y los editores de partituras -- la industria musical -- eran entidades bien establecidas. Todos los músicos con éxito en todo el mundo les debían sus fortunas a esas empresas, y no estaba muy claro que hubiera sitio para los editores de partituras en un mundo de fonogramas. Era posible que, una vez terminara la revolución de las partituras, la industria musical al completo, la industria de las partituras, tuviera que cerrar, y todo lo que quedara fuera un puñado de empresas de tecnología con sus ridículos fonogramas que no ponían ni un solo céntimo en los bolsillos de los artistas.

John Philip Sousa era uno de los compositores más populares de esos días, al menos en norteamérica. Ahora bien, los músicos populares eran prácticamente desconocidos, porque no había forma de que un músico pudiera entretener a más gente de la que cabe en una sala de conciertos, pero los compositores que escribían la música que interpretaban los músicos a menudo eran superestrellas, porque había una tecnología -- la imprenta -- que les permitía difundir sus composiciones por todo el mundo. Los músicos --los ejecutantes-- eran poco más que instrumentos, como si fueran guitarras, trompetas o pianos, como monos amaestrados que interpretaban las composiciones.

Sousa fue al congreso de los Estados Unidos a pedir la criminalización de los fonogramas. Esto es lo que les dijo:

Estas máquinas parlantes arruinarán el desarrollo artístico de la música en este país. Cuando yo era niño... delante de cada casa, en las tardes de verano, podían verse grupos de jóvenes cantando las canciones de la temporada, o viejas canciones. Hoy se oyen esas máquinas infernales dándole todo el día. No nos quedará una sola cuerda vocal. Las cuerdas vocales serán eliminadas por un proceso de evolución, como la cola del hombre cuando descendió del mono.

Sousa estaba equivocado, pero estaba equivocado de una manera muy específica que hemos visto una y otra vez en el último siglo de innovación tecnológica. Sousa confundía su minúsculo rincón de la industria musical con todas las posibles industrias musicales las nuevas tecnologías podrían hacer posibles algún día. Para él era literalmente inconcebible que pudiera existir una industria musical que usara los fonogramas para compensar a los artistas, y que los compositores pudieran acabar algún día relegados al semi-anonimato, a ser simples escritores de canciones que proveen de material a superestrellas de la canción.

Por suerte para todos esos artistas, el público y los legisladores de los Estados Unidos les dijimos a John Philip Sousa que se fuera al infierno. Los editores "sufrieron" una expropiación de sus derechos de autor, o al menos de parte de ellos, bajo la forma de una licencia obligatoria. Esta nueva ley obligaba a los editores musicales a que permitieran a cualquiera que hiciera un fonograma de cualquier música que hubieran publicado, a cambio de una cantidad que en los Estados unidos se cifró en dos centavos.

Hoy día, cuando Sid Vicious graba My Way, lo hace bajo este régimen: se pagan unos cuantos céntimos por disco en un bote que después se reparte entre los compositores y simplemente se graba. No hay abogados por medio. Los compositores no pueden negarse.

Es un sistema muy bueno de regulación tecnológica. Tenemos una nueva tecnología -- el fonograma -- que da al público una flexibilidad inaudita sobre cómo y dónde pueden escuchar música. Tenemos una antigua normativa de derechos de autor que dice que los editores de partituras pueden controlar todos los usos de una canción ppublicada por ellos, que hace imposible el uso de esa tecnología. ¿La respuesta? Una nueva normativa de derechos de autor que trata la nueva tecnología como una solución, un motivo de celebración, no como un problema a resolver.

Desde entonces hemos creado cada pocas década, y últimamente un par de veces por década, nuevos regímenes de derechos de autor para seguirle el paso a la tecnología. Cualquiera puede poner cualquier canción en la radio mientras paga a las entidades de gestión para compensar a los compositores, ejecutantes e incluso a los editores de fonogramas. Lo mismo pasa con la televisión aérea, por satélite y por cable, el canon de las fotocopiadoras, y el canon por copia privada de los CDs.

Estas tecnologías fueron recibidas con una respuesta universal de sorpresa y horror por parte de los titulares de derechos de la época. Cuando se inventó la radio los intérpretes en directo intentaron llevar a Marconi a juicio por crear un aparato que permitía a los oyentes sintonizar una emisión sin pagar la entrada. El videograbador le pegó tal susto a Hollywood que mandaron a su portavoz al congreso para decir que "el videograbador es a la industria norteamericana del cine lo que el Estrangulador de Boston es a la mujer que está sola en casa".

En cada una de estas ocasiones, nuestros legisladores hicieron lo correcto. Dijeron: "El que la televisión por cable ofrezca una imagen más nítida que las antenas terrestres es una cualidad, no un defecto". Dijeron: "El que las gramolas permitan que clientes de los restaurantes puedan escoger qué música desean escuchar es una cualidad, no un defecto". Dijeron: "El que las fotocopiadoras faciliten la reproducción de apuntes y extractos de libros en las universidades es una cualidad, no un defecto". Dijeron: "el que un videograbador pueda grabar, copiar, avanzar rápidamente y saltarse los anuncios de las películas de Hollywood emitidas por televisión es una cualidad, no un defecto.

¡Menos mal que lo hicieron! En cada una de estas ocasiones, las nuevas tecnologías han permitido que un número mil veces mayor de artistas hagan una cantidad mil veces mayor de arte, ganando mil veces más dinero a la vez que llegan a un público mil veces más extenso.

En 1996, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de la ONU -- OMPI -- decidió que la Imternet era un avance significativo con respecto a las tecnologías precedentes. La Internet, como la fotocopiadora y el fonograma y la televisión por cable y la gramola, necesitaba una una nueva legislación de derechos de autor para poder coexistir pacíficamente con el resto del mundo.

Buena idea, ¿no? La Internet es algo maravilloso, una tecnología potente y disruptiva que está transformando el mundo a nuestro alrededor. Si hay una tecnología que esté pidiendo a gritos una nueva ley de derechos de autor, esa tecnología es la Internet.

Pero la OMPI cometió un terrible error. La OMPI decidió que la característica principal de Internet, la capacidad de mover cualquier cúmulo de datos de cualquier sitio a cualquier otro sin coste ni control, era un problema a resolver y no una solución en sí misma.

Desde los orígenes de la ingeniería de redes, el objetivo de todos los desarrollos en este campo ha sido rebajar los costes, reducir las barreras de entrada y los cuellos de botella, e incrementar las velocidades de transmisión. La arquitectura radical de Internet resuelve esos problemas mejor que cualquier otra red anterior.

Y la OMPI decidió que todo esto era un problema, y que la Internet estaba estropeada porque hacía que copiar fuera demasiado fácil, demasiado barato, demasiado rápido. Y la OMPI decidió que iban a "arreglar" la Internet mediante dos tratados internacionales, Tratado sobre Derecho de Autor o TDA (WCT en inglés) y el tratado sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas, también llamado WPPT por sus siglas en inglés.

En pocas palabras, estos tratados criminalizaron la Internet. Crearon nuevas clases de superdelitos para las personas que copiaran ficheros contraviniendo la vieja ley de copyright -- en los Estados Unidos, con una multa de 150.000 dólares por copia. Crearon la idea de la antielusión, que dice que si alguien le pone un cerrojo digital a una obra con copyright, es ilegal romper el cerrojo, es ilegal decirle a alguien cómo romper el cerrojo, es ilegal decirle a alguien cómo averiguar cómo romper el cerrojo.

Las consecuencias de estos tratados y su descendencia, la Digital Millennium Copyright Act (DMCA), la Directiva Europea sobre Derecho de Autor (EUCD) y la Directiva Europea sobre Propiedad Intelectual (EUIPRED) han sido desastrosas.

Empecemos por lo que estas nuevas leyes de Internet no han hecho. No han conseguido que una sola obra original deje de circular libremente por Internet. Ni una. Tampoco han puesto un solo céntimo en el bolsillo de un titular de derechos.

Ahora veamos lo que sí que han logrado. Lo primero, han respaldado a un montón de negocios que se aprovechan de los derechos de autor a expensas del público. La ley no le da al autor de una película el derecho de controlar en qué país puedes ver los DVDs que compras, pero la gestión de derechos digitales (el DRM) permite la "codificación por regiones" que hace imposible comprar un DVD barato en los Estados Unidos y verlo en un reproductor español. En los Estados Unidos, al igual que en España, todos los autores están obligados a permitir la conversión de sus obras al Braille y otros formatos de acceso, pero los mecanismos de DRM de Adobe pueden impedírtelo. En el universo del DRM, todas las características que das por sentadas -- la parada de imagen, el avance rápido, la grabación, el archivo, el préstamo o la venta de tu música, tus libros y tus películas -- están sujetas al permiso y cobro adicional por parte de los editores. El DRM no impide que los piratas copien el arte, pero impide que los usuarios honrados hagan uso honrado de los medios que adquieren legalmente.

Por todo el mundo, los estudios han empezado a entablar pleitos con miles de sus clientes. En su mayor parte, esos clientes han decidido que luchar contra los pleitos será más caro que llegar a un acuerdo, así que están llegando a acuerdos. La tarifa corriente para estudiantes universitarios -- y para estudiantes con premio que viven en viviendas del estado en Nueva York -- es sus ahorros de toda la vida. En el caso de los estudiantes universitarios que construyeron herramientas de búsqueda en la red de propósito general, la RIAA solicitó que los estudiantes acordaran nunca más trabajar en el campo de la informática: esto es, como los estudiantes en cuestión habían montado un servicio similar a Google para las redes de su campus, las discográficas intentaron que se les impidiera volver a escribir programas informáticos, de por vida.

Los campus universitarios y la integridad académica han sufrido especialmente las inútiles guerras por el P2P y los estúpidos tratados de derechos de autor de la OMPI. Hoy día, en muchos campus en todo el mundo, se ha convertido en práctica habitual la supervisión de toda la red del campus, copiando cada paquete que pasa por los routers y examinándolos para determinar por medio de un algoritmo infrormático si su carga infringe los derechos de algún autor. Se trata de una intrusión sin precedentes en la privacidad y libertad académica, algo que debería ser impensable para cualquier administrador universitario -- en su lugar, esos administradores están pagando importantes cantidades por el dudoso "beneficio" del espionaje masivo e indiscriminado.

El impacto de la antielusión sobre la ciencia, la investigación y el estudio es todavía más desastroso. Como ya he señalado, las leyes antielusión criminalizan la neutralización de los sistemas de restricción de uso que cierran los medios digitales, o el mero hecho de decirle a alguien cómo eludir esos sistemas, o de decirles cómo pueden enterarse de cómo eludir esos sistemas. Esto quiere decir que un un buscador que va indexando ciegamente la Web y acaba haciendo copias de páginas que contienen instrucciones para ver un DVD "incorrectamente" es responsable potencial de complicidad en un acto de "elusión" tecnológica. Aún más, según algunas leyes, alguien que te dice que puedes enterarte de cómo ver tu DVD buscando un truco en un buscador de internet también es responsable.

Para ver hasta dónde puede llegar esta locura, basta echarle un vistazo al profesor de Princeton Ed Felten, un renombrado ingeniero de procesamiento de señales que encabezó el equipo de investigadores que descubrieron las debilidades en un sistema de restricciones digitales llamado SDMI - Secure Digital Music Initiative, o Iniciativa de Música Digital Segura. Se trata del tipo de actividad a la que se dedican los ingenieros, y es fundamental para la práctica del desarrollo de sistemas de seguridad. Cualquiera puede diseñar un sistema de seguridad tan ingenioso que él mismo no puede romperlo, así que el único método experimental para determinar si un sistema de seguridad funcionará en el mundo real es expicarle su funcionamiento a un montón de gente inteligente, y ver si pueden encontrarle algún fallo.

Felten y su equipo pusieron sus hallazgos por escrito y los mandaron a una conferencia académica donde pensaban presentárselos a otros ingenieros distinguidos. Estaban preparados a hacer ciencia, tal y como se lleva haciendo desde la Ilustración: uno descubre algo interesante y va y se lo cuenta a los colegas investigadores.

La respuesta de la industria discográfica fue amenazar con acciones legales contra Felten, su equipo y el congreso si se le permitía presentar sus hallazgos. ¿La base legal para esta amenaza? El análisis de los defectos de la SDMI constituía un acto de "elusión", ya que permitía eludir el sistema. El problema, según las mentes de la industria discográfica, no era que hubieran desarrollado un mal sistema: era que los ingenieros podían contarle a la gente exactamente lo malo que era.

El resultado de la antielusión es ilegalizar parte de las matemáticas. Esto es algo que también descubrió Dmitry Sklyarov, un programador ruso que mostró los fallos en la tecnología de libros electrónicos de Adobe en un congreso en Las Vegas y, como consecuencia, pasó un tiempo en una carcel norteamericana. Es lo que descubrió Jon Johansen, un adolescente noruego, cuando publicó una herramienta que habían desarrollado él y sus amigos para poder ver DVDs en sus ordenadores.

Las nefastas leyes de derechos de autor de la OMPI han socavado el mundo académico, pero tambièn tienen terribles consecuencias para los negocios y la sociedad civil. Un resultado de estas nuevas leyes de copyright es la erosión del proceso legal, el derecho de todas las personas al trato justo y equitativo por parte del sistema legal. Los tratados de derechos de autor de la OMPI permiten que los gobiernos creen leyes que tratan a los acousados de infracción como una especie de superdelincuente que no merece justicia.

Por ejemplo, la IPRED (Directiva de Regulación de Derechos de Autor de la unión Europea) contiene una provisión para órdenes llamadas "Anton Piller". Funcionan como sigue. Alicia tiene una compañía. Bernardo tiene una compañía que le hace competencia. Bernardo dice que uno de los clientes de Alicia ha infringido los derechos de autor de Bernardo, y que necesita examinar los ordenadores de Alicia para continuar averiguando. Sin mostrar pruebas, sin siquiera hablar con un juez, Bernardo puede conseguir una orden que le permite confiscar todos los servidores de Alicia durante 31 días para ver si encuentra pruebas para su caso. Si no las encuentra, Alicia puede demandarlo -- siempre que su empresa no haya quebrado tras pasar un mes sin acceso a sus propios ordenadores.

Los problemas no se limitan a las empresas. Esas leyes permiten que cualquiera exija que una ISP entregue tu información de identificación personal si afirman que has infringido su copyright. También permiten que la gente de no está de acuerdo contigo obligue a tu ISP que quite tus escritos de la red con solo declarar que tus palabras infringen su copyright -- sin mostrar ninguna prueba.

Pasemos ahora a los peligros para la propia Internet. La Internet se basa en algo que se llama el principio de "extremo a extremo", que dice que se supone que la red permite mandar lo que sea a quien sea sin que nadie más pueda interferir. El principio de extremo a extremo es la razón por la que tenemos la Web: un día, un físico que trabajaba en Suiza inventó una forma mejor de compartir documentos. La llamó la World Wide Web. Distribuyó el software para publicar y recuperar documentos -- los servidores y navegadores -- entre sus amigos. La idea prendió, y aquí estamos con la mayor colección de creatividad humana jamás reunida.

Pero el impacto de las leyes de copyright auspiciadas por la OMPI ha sido intimidar a los proveedores de servicios de red – universidades, ISPs, empresas -- para que rompan este principio. Cada vez más software bloquea los protocolos y servicios con la excusa de que podrían estar transportando material infractor. Si esto continúa, nadie podrá volver a inventar una tecnología como la Web: para hacerlo, habría que convencer a los administradores de todas las redes del mundo para que aprobaran el servicio y abriera los puertos por los que pasa.

Finalmente, examinemos qué es lo que hace esto para los artistas, la creatividad y la cultura. Cuando nació la Internet, el 80 por ciento de la música grabada a lo largo de la historia no estaba disponible a ningún precio. Se había borrado, olvidado, retirado del mercado. Según una decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de hace un año, esto es típico. el 98% de todas las obras con derechos de autor no están disponibles en el mercado.

Esta es la consecuencia de leyes tan complejas que hacen difícil conseguir los derechos de una obra para su reedición, plazos de caducidad tan largos que exigen que los editores tengan que esperar más tiempo para que una obra pase al dominio público, la falta de una exigencia de registro para los derechos que hace que cualquier garabato en una servilleta y cualquier lista de la compra sea una obra con copyright que tenga que ser negociada antes de publicarse, y las gigantescas penas y multas por no obedecer las reglas e infringir esos derechos.

Las redes de pares volvieron a traer toda esa música. No había manera legal y comercial de hacer que toda esa música estuviera disponible en la Web, pero las redes de pares pusieron en la Red casi toda la música grabada en apenas uno o dos años. Lo que parecía un proyecto de ámbito y coste inconcebibles sucedió gratis, y tan rápido que apenas tuviemos tiempo de apreciar esta magnífica biblioteca que la Internet había recopilado para nosotros antes de que la industria discográfica la quemara hasta los cimientos, cerrando Napster a golpe de pleito.

Entonces sucedió algo realmente milagroso: la biblioteca se levantó de las cenizas. Docenas de nuevos servicios p2p, de Gnutella a Kazaa, empezaron a llenar el vacío de Napster, y antes de que nos diéramos cuenta, la biblioteca había vuelto.

Esto es algo bueno. Es bueno para los artistas, que no graban sus obras para que desaparezcan para siempre -- nuestra mitología cultural reserva un horror especialmente espeluznante para la quema de obras de arte, un espectáculo mucho más grotesco que cualquier infracción. Esto es bueno para el público, que quiere escuchar su música favorita. Es bueno para la cultura, porque la disponibilidad de la música digital ha facilitado todas las nuevas revoluciones musicales de nuestra era, como el sampleado, los mash-ups, las remezclas, etcétera.

Un tratado de Internet de la OMPI que realmente tuviera en mente los intereses del público y de la Internet habría legalizado esta biblioteca, no la habría quemado. Habría ofrecido un acuerdo como el que hay para la radio, la televisión por cable, las gramolas, las fotocopiadoras, etcétera, donde pequeñas compensaciones económicas que el público haga lo que le guesta asegurando al tiempo que los creadores continúan recibiendo una compensación.

En su lugar, los tratados de la OMPI, las leyes de la Internet, tratan esta biblioteca como si fuera un desastre que hay que evitar. Tenemos suerte de que, hasta ahora, este desastre sea recurrente.

El novelista escocés Alasdair Gray nos exorta a "Trabajar como si viviérais en los primeros días de una nación mejor". De hecho, los fragmentos de esa nación mejor nos rodean por doquier. La Internet ha facilitado una era sin precedentes en su creatividad y acceso al conocimiento, la cultura y el arte.

Las licencias Creative Commons son una forma de vivir en esa nación mejor, pese a los peores actos predadores de los carteles del copyright y sus reguladores amaestrados de la OMPI. Las licencias Creative Commons permiten que los creadores afirmemos que la Internet es una solución y no un problema, y que el impulso de nuestros lectores, oyentes y espectadores de compartir nuestras obras y mejorarlas es el objetivo de la creatividad.

Mi primera novela, Down and Out in the Magic Kingdom, salió publicada en la mayor editorial de ciencia ficción del mundo. A la vez que salía de la imprenta, la puse a disposición de los lectores en Internet, bajo una licencia Creative Commons. Las dos primeras tiradas se han agotado, y el libro va ya por su tercera reimpresión. A través de internet se han distribuido más de medio millón de copias. He logrado el éxito comercial sin exigir la destrucción de instituciones críticas como la libertad académica, el proceso legal, la libertad de expresión, la privacidad, el principio de extremo a extremo, o la posteridad. Si yo puedo, vosotros también. Y si yo puedo, también pueden las empresas de entretenimiento.

Y si no pueden... Deberían. Morir. Si estas instituciones dinosáuricas no pueden dar una respuesta mejor a este maravilloso mundo mejor que está naciendo gracias a Internet, deberían hundirse en el barro y morir.

En cada encrucijada de la historia de los medios, los intereses creados lloriquean que el último invento -- sea la imprenta, la radio, el videograbador o la Internet -- destruirán la propia creatividad. Siempre se equivocan.

Siempre.

Las licencias Creative Commons son artefactos de los primeros días de una nación mejor. Es una nación que todos podemos habitar. Os esperamos allí.

Muchas gracias.


(Original en el Wiki de Derecho-Internet.org